miércoles, 16 de octubre de 2013

Pasó anoche

No podría decir con exactitud dónde comenzó el fuego. Yo estaba concentrado repasando los albaranes, poniendo en orden los pedidos de libros, abstraído, en fin, por mis cosas, y sólo fui consciente del desastre cuando abrí la puerta de mi despacho para marcharme y de golpe entró el humo desde la tienda. Los estantes estaban ardiendo, media librería en llamas amenazaba con extenderse con rapidez a la otra mitad intacta. Me paralicé, no soy ningún héroe. Si hubiese hecho algo, habría tirado por la borda cuarenta años de cobardía. Ya ve que soy sincero. Ahora podría inventarme que luché con el fuego, que peleé contra él con el extintor en una mano y un pañuelo humedecido en la otra, jugándome la vida por salvar mi negocio, pero no fue así, qué le voy a hacer. Entonces sólo encontré fuerzas para intentar salir.

Al poner el pie en la calle llegaban los bomberos, como llegan ellos a los sitios, con discreción. Había gente observando el desastre. Una señora me abrazó y comenzó a decirme: tranquilo, no pasa nada, tranquilo, estás a salvo, ya estás a salvo. Un hombre me preguntaba a voces, nervioso, si había alguien más dentro. Yo tosía, y entre tos y tos intentaba decir que no, que estaba yo solo. Pero el señor parecía no entenderme, porque repetía la pregunta una y otra vez, cada vez a mayor volumen, hasta que conseguí escapar de los brazos de la señora y le grité que no, ya le he dicho no hay nadie más. Aún así, me preguntó si estaba completamente seguro. También llegó la ambulancia de emergencias, la policía local y la nacional, y un fotógrafo con barba de algún periódico que no paraba de hacerme fotos –ganas me dieron de hacerle tragar la cámara-. Sin saber cómo, me vi metido en la furgoneta-ambulancia. En menos de un minuto tenía puesto un collarín y una médico me hacía preguntas absurdas: qué día es hoy, sabe usted dónde estamos, recuerda cómo se llama… A veces se abría la puerta de la ambulancia y entonces saltaba un destello de flash y yo me acordaba de la madre del fotógrafo: al principio en baja voz y luego ya sin disimulos. La médico me dijo que era conveniente ir al hospital para que me hicieran un chequeo. Me negué. Al bajar del vehículo los bomberos habían colocado en la puerta un ventilador que extraía el humo. Por la entrada de la librería chorreaba agua negra que arrastraba restos de papeles carbonizados. Habían desalojado todas las viviendas del bloque y sus habitantes estaban en pijama en la calle, algunos de ellos con niños en los brazos. En cierta manera me sentí culpable. Aún pasaron un par de horas hasta que me pude ir a casa. Imagínese el camino de regreso, andando, no quise que nadie me llevase. Es cierto, debía parecer un hombre llegado de alguna guerra, de una guerra muy larga y muy de infantería, de cuerpo a cuerpo, de bayoneta. Ni siquiera cené. Abrí muchas veces la nevera. La abría y me quedaba largo rato mirándola, hasta que me daba cuenta de que tenía el pensamiento perdido y de que, en verdad, no estaba buscando nada dentro de ella. Me tomé dos pastillas para dormir y me fui a la cama.

Tumbado sobre el colchón, desnudo y desarropado, escuché a los vecinos de abajo reírse. La vida sigue, pensé. Pero ahora me cuenta usted que nada de esto es cierto, que yo nunca tuve una librería, que hoy hace diez años que estoy aquí ingresado, que todo esto tal vez lo haya soñado esta noche. Lo último que recuerdo es lo que acabo de contarle. No es un recuerdo lejano, sino de ayer mismo, de hace apenas unas horas. Diez años, dice usted. Eso es mucho tiempo. Repítame, si es tan amable, cómo ha dicho que me llamo.
Ismael Rozalén




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